Cuando Cristiano Ronaldo mató a mi abuelo, yo vivía en un piso en el que ya no vivo, quería a una chica a la que ya no quiero y contaba con un amigo con el que ya no cuento. También tenía un paquete de tabaco en el bolsillo y las uñas de los dedos como el litoral gallego. Dos vicios que ya no se ensañan ni con mi salud ni con mis nervios.
Cuando Cristiano Ronaldo mató a mi abuelo, hoy hace exactamente diez años, yo ejercía de anfitrión en un Clásico.
-¡Estábamos siendo superiores! ¡El gol es muy injusto! -grité nada más descolgar el teléfono.
Que la llamada de mi padre sucediera segundos después de que se moviera el marcador descartó cualquier sospecha. Era y es lo habitual cuando mi equipo se juega cosas importantes. A veces soy yo el que teclea el número de teléfono más rápido, embriagado por el éxtasis o la rabia. A veces la sincronización provoca que comuniquemos.
-¿Nos han marcado? -respondió sin alterarse-. Esto… L’avi acaba de morir.
A mi abuelo una ambulancia lo había recogido en su casa aquella misma tarde. Llevaba semanas con un trombo en el pie pero él se resistía a pisar un hospital -sentía auténtico pavor-, y mucho menos el día que el Barça podía lograr un título. En el fondo cumplió con su parte, porque no pasó ni una sola noche en el centro sanitario. Se lo habían llevado a traición, se iría a traición.
Cuando Cristiano Ronaldo mató a mi abuelo, nadie de los ahí presentes se dio cuenta. Encajé la noticia y me fui discretamente al lavabo. Respiré hondo y me tragué el llanto. Tenía dos opciones al volver al comedor: compartir la desgracia y dinamitar -qué incómodo- el ecosistema de la velada. O aguantar el tipo y sentarme a esperar el desenlace de la prórroga. “¡Va, que esto se remonta!”, elegí. El televisor todavía escupía ángulos inéditos de la ‘peineta’ de Pepe cuando me metí en la boca un puñado de frutos secos. Uno a uno fueron amontonándose en la garganta.
Pasó el partido. Pasó el duelo. Pasó una década. Y pesan los recuerdos, que no siempre se toman la molestia de pegarte un susto antes de acuchillarte. A veces irrumpen livianos, se impulsan hasta lo más alto y se clavan al fondo. La resistencia al paso del tiempo es feroz cuando las victorias y derrotas que acumulamos se ubican, y hasta se solapan, entre las victorias y derrotas de nuestro club. Perder es lo normal, nos enseñó este deporte desde bien temprano, por lo que es preferible buscar un culpable al dolor a asumir nuestras carencias defensivas y afectivas.
Los goles, los encajados y los celebrados, los anulados y los regalados, serán siempre el mejor atajo para llegar a cualquier rincón del pasado. Di María. Cristiano. Dentro. Un leve pinchazo, una molestia soportable, una hemorragia interna. Depende del día. Diez años.
Cuando Cristiano Ronaldo mató a mi abuelo, mi vida era otra; mi equipo, el mismo: el suyo.
Vía Panenka