El Madrid podía haber caído en la tentación de enredarse en una ceremonia de la confusión que sólo podía haber apagado las luces de la fiesta, aquella que, a base de golazos, montaron Cristiano y Asensio en el Camp Nou el pasado domingo.
Podía haber confundido su atinado discurso futbolístico, triunfador y convincente, con palabras que no venían al caso (o quizá sí viendo el balance arbitral en los últimos clásicos), términos que hablaban de persecuciones, comités, sanciones y recursos.
Podía haberse despistado con este clima bélico, raro en agosto, tantas distracciones ajenas al juego, demasiados pañuelos que podían haber ocultado a su verdadero enemigo, el Barça. Pero el equipo de Zidane, que no para de crecer, se eleva por encima de cualquier barrera, de cualquier rival.
Tenía mucho más que celebrar, tres títulos desde su último partido en casa, hace sólo 93 días, y añadió el cuarto, su décima Supercopa de España, tras completar un magnífico encuentro con un primer tiempo memorable, para el almanaque.
Su superioridad fue inaudita más allá del marcador (2-0, 5-1 en el doble partido). Barrió al equipo que ha dominado el fútbol en los años anteriores. Ya no lo hace. El Barça había perdido el trofeo en el Camp Nou, pero ayer dejó su imagen por los suelos, como si fuera la capitulación, el fin de una era.
Carcomido por una crisis que no para de crecer a raíz de la fuga de Neymar, el proyecto de Valverde nace muy torcido, a expensas de que se enderece con fichajes para ver si puede alcanzar a este exultante Madrid.